Todos los muertos
Noviembre,
mes negro, mes de la muerte. Si octubre fue un mes rojo, pleno de esperanza
revolucionaria, con las banderas desplegadas al viento y los cánticos en la
piel. Con las voces dispuestas para las arengas de masas. Con el pueblo como
entelequia, unido, invencible en las calles que son de todos. Con esas masas
enardecidas enfrentando el ruido, la sordera, lo indecible para sentirse uno.
Si octubre fue todo eso, noviembre es la realidad.
Ha
sucumbido todo sueño estúpido por una crudeza sin límites. Quedan unas calles
vacías y anegadas en su cotidianeidad. Nosotros, los que trabajamos, los que
pagamos, salimos cada día a trabajar como si nada. Lo haríamos aunque hubiera
un terremoto, aunque hubiera guerra. Saldríamos de los escombros a hacer lo
nuestro, a reconstruir nuestras vidas a hacer algo de ellas, a intentar sacar
algo de la comunidad, a aportar algo a nuestros semejantes. Los otros, lo que
se quedaron gritando y panfleteando el mes pasado. Los que el mes que viene tal
vez lo hagan de nuevo pero con otra estrategia, están ahí, en sus cárceles de
deseos, en sus bienaventuradas moradas de invierno, guardándose para mejor
entrega y mejor situación.
No
queda nada vivo en noviembre. Lo que queremos es llegar a casa, estar
tranquilos junto al hogar, no permitirnos el lujo de soñar. Ahí están, todos
nuestros muertos. Los que alguna vez soñaron con un mundo sin fronteras. Los
que creen que una frontera es una protección indeleble contra una amenaza
inexpugnable. Los que salen a luchar cada día también están en horas bajas,
sintiendo como el desánimo cunde en los comentarios cotidianos, en las charlas
de café, en esa conversaciones que abren el juego. Están todos, estamos todos,
sin esperanza.
Pero
cuan bello es el vacío. Que hermosa es la verdad, la crudísima y esperable
verdad de la muerte. Cuanto más real es que esos gritos compartidos, que esos
brazos en alto. Cuanto más cierto es un balcón vacío que uno plagado de colores
significativos. Cuanto más creíble se hace la conjunción de todos en el fracaso
más absoluto que en el éxito de los vencedores frente a la destrucción de los
vencidos.
Esta
vez solo hay silencio. Un silencio mortuorio, el de los cementerios. Al final
de cuentas, este es el mes en que murió mi hermano, hace ya ocho años, y poco a
poco me doy cuenta que está siempre presente, pero que no volverá. Una cosa es decirlo, otra cosa es
hacerlo al duelo.
Frente
a tanto discurso y tanta manipulación. Frente a tanto subidón de adrenalina y
cacerola sonando, frente a tanta discordia de tertulia y palo sobre las
costillas, mejor dejar que el silencio mortuorio se lo lleve todo. No es
resignación, tampoco es esperanza, no es nada.
Y
desde esta nada en la que el frío se adentra entre el abrigo de las ideas y la
desnudez del alma, surge algo mucho más interesante que todo ese diluvio que
esperamos, más interesante aún que el mesías y que la salvación del pueblo
elegido. Surge la noción, certera, inequívoca, de que estamos aquí no para
armar de nuevo una tribu gregaria en busca de la tierra prometida. Si no que
estamos por estar. Y que estando, nos conocemos cada vez más.
Como decía Borges, el espanto nos une mucho
más que el amor o que cualquier otra entelequia que inventemos para salvarnos.
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