Los ausentes



Una tarde cualquiera de verano hay movimiento de  vasos ondulados de cania y tapas en Padilla. Monologuistas, cuentacuentos presentaciones, música en vivo, magia,  dice en ribetes dorados la pancarta verde sobre el bar que parece un almacén de barrio. 

Yo he llegado a Madrid de noche, en un tren de alta velocidad. Me he bajado en Atocha y me he encontrado con esto, con un destierro elegido, con esta procesión de ausentes que me machacan con un recuerdo de algo que será algún día.
-       Somos eso - lanza el Flaco Espada- una generación que no pudo ser. Una generación que eligió el camino más largo hacia el olvido.
-       No me digas que no congeniás con lo que se dice de nosotros, que no tenemos nada que perder, que no hemos arriesgado nada – lanza la gorda Silvia Matosa.

Parecemos espectros en la tarde tórrida de una ciudad que despierta de la siesta medieval. Somos espectros de una crisis que no se termina nunca. El Colorado Tuerto, la Chancha Sardina, el Conejo Bulling. Todos estamos hechos mierda. El Colorado convive con una epilepsia incipiente medicada con Tegretol. La Chancha tiene diabetes crónica,  se inyecta con insulina cada dos horas. Sus subidas y bajadas de ánimo tienen que ver con ese estado, supongo. El Conejo está machacado por el Alzeimer, prácticamente tiene el lado derecho de la cara paralizado. El Ciego Raúl sigue ahí, sobrevive como una estatua, en la punta de la mesa. Es un personaje de Sobre Héroes y Tumbas integrado al olvido. Hablamos de él como si no estuviera.

-       Roberto Bolanio era un resentido. – reflexiona el colorado.
-       El chileno no le perdonaba a nadie- dice la gorda Silvia.  
-       Se cagaba en todo, salió del juego con dignidad. – remata el Tuerto.
-       Te equivocás loco, el chileno era un pelotudo, como nosotros –retruca el Conejo.
-       A mi no me incluyas entre los pelotudos- salta el ciego Raúl desde la punta. – Nadie lo oye. A nadie le importa lo que pueda decir un ciego de mierda.
-       Entonces que somos, si no somos unos pelotudos - insiste el conejo- ¿mileuristas considerados escoria sudaca que por dos mangos se arrodillan ante un sistema que no los quiere, ni acá ni allá? – pregunta la Chancha.
-       Un sistema que nos devora, nos abduce, nos fagocita vivos- remata el colorado.
-       Chicos, simplemente no hay esperanza. Bolanio era un pelotudo, como nosotros.
-       Perdoname Silvia- intervengo- Pero Bolanio se fue a Chile y les plantó cara a todos, menos a Nicanor Parra, a quien sin duda respetaba.
-       No vengás con pelotudeces Slodzky- me dice el Turco Reinaldo, que entra por la puerta riéndose como un descocido de lo mal que estamos todos. El entra  espléndido a la pizzería, llega de jugar al tenis en el club de Alcorcón.

Por un momento me abstraigo de la charla y lo miro todo de afuera, como si no estuviera ahí. Ese bar, la calle Padilla, el tren de alta velocidad. Las tapas y el vino esparcidos sobre el mantel cuadriculado. La Gran Vía de Madrid y la pelotudez de los que estamos ahí sentados. Como en los espectros de Joyce, en una sintonía muy fina, los muertos, nosotros, convivimos con generaciones anteriores y sobre todo, con generaciones por venir.

 Son casi las dos, la pizzería de Padilla está por cerrar y quiero rematar con algo contundente, algo que nos deje pensando y nos deje con algo que contar.
-       Esto no es el resultado del infra realismo de Bolanio, esto va mucho más allá de esa realidad sucia que se cuela por debajo de la corteza del asfalto.

En las  miradas de todos se nota el desprecio y el desconcierto.  

-    -Pronto, muy pronto, estaremos del otro lado. – alcanza a decir la gorda Silvia antes de hundirse con el ciego Raúl en la boca del Metro de Diego de Leon .Al final ella es la que pronuncia la frase que podría ser de Joyce. 

La Chancha y el Conejo lo llevan al Turco, semi inconsciente por el alcohol, a un bar de la Zona de Chueca para que reviva con más alcohol de Gin Tonic Bombay purificado. La gorda Silvia y el ciego Raúl seguro terminan en algún rincón de un apartamento compartido en la plaza 2 de mayo de Malasania. Yo me vuelvo  solo, a alcanzar uno de los últimos metros, por Padilla hasta la Estación del 4.



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