Acceso a la ciudad


La Estación de Francia conserva el esplendor edulcorado de un edificio de finales del siglo XIX. 

Cuando Franco prohibió llegar sin trabajo a Barcelona, los que bajaban a este espacio imponente de  'El Sevillano', 'El Malagueño' o 'El Granadino' no se amedrentaron

Una circular del Gobernador Civil de 1952 y una ordenanza municipal de 1956 obligaba a los recién llegados a demostrar una residencia y un trabajo. Aquellos que no podían justificarlo eran primero retenidos en el Pabellón de las Misiones de Montjuic y finalmente mandados de vuelta a su tierra. Entre 1950 y 1955 se estima que Barcelona deportó a más de 15.000 emigrantes en su propio país. Pero ellos lo volvían a  intentar.

Desde Alamedilla, Guadahortuna, Chinchilla,  Huéneja, con las maletas sobre las cabezas y los ojos cansados, con los parientes a uno y otro lado del extremo de la vía, llegaban los viajeros para atravesar ese cartel a la derecha del andén que reza, hoy en catalán: Accés a la Ciutat. La frontera. Como si fuera una traducción, otro cartel indica: Acceso a los Andenes, aún en castellano, como si aún hubiera pasaje de vuelta para los asentados por generaciones en Barcelona.

La Estación de Francia solo se materializa en el imaginario de los viajeros. En realidad no existe. Porque una ciudad no es una ciudad, es lo que los recién llegados imaginan de ella. Barcelona no es el Borne, tampoco es las ruinas circulares abajo del viejo mercado, donde los romanos habían construido sus casas antes de que otro pabellón tan imponente como el de Estación Francia albergara un mercado colorido y vibrante. Barcelona es la ciudad que imaginaban unas mentes semidormidas, esas cabezas dando contra las frías ventanas del eterno derrotero hacia el puerto. Pero los que llegaron, los que fueron deportados, los que lo perdieron todo en el intento y los que hoy están entre las venas de la ciudad viviendo sus mil caras mestizas, saben que no hay una sola imagen. Que no es la puerta de entrada lo que cuenta. O la amable invitación a la salida en el idioma de origen. Tampoco importa el relato catalanista que atraviesa el Borne como si una llama pudiera inflamar la desazón existencial y diluir la identidad mezclada y abierta que es justamente el contrapunto de ese orgullo estéril y salvaje del arrabal poblado de íconos y monumentos burgueses. El culto a la propiedad privada egoísta y la veneración de los terratenientes, a uno y otro lado de la frontera son caras que asoman bajo ese oscuro cartel: Accés a la Ciutat. La ciudad es de ellos. Nosotros, los inmigrantes, solo traemos un suenio, encontrar la fórmula de la prosperidad, perdida en nuestros míseros rincones de origen. Eso es lo que subyace a la prohibición y a la deportación masiva: el abuso y el egoísmo.

Tal vez las ciudades, en el sentido de Sodoma y Gomorra, son eso. Un compendio de suenios que se convierten en pesadillas apenas se cruza el arco de entrada. La fría semántica de la sentencia, Accés a la Ciutat, se cuela entre los oscuros recodos del inconsciente colectivo que forjó un espacio a medida de ese imaginario.  

En el relato y en la imagen del viajero que cabecea en el tren abarrotado anida el verdadero significado de la ciudad. Mucho más que en el rincón del Borne al que la guardia civil no lo quiere dejar llegar a través de un muro vigilado y electrificado que hoy está en  Melilla y Macedonia.  

Comentarios

Entradas populares