Recuerdos del Futuro
Recuerdo los pájaros perdidos. Las autopistas de
geometría perfecta. Las naves industriales. Los barcos anclados. Los
contenedores den los camiones. Los trenes llenos de gente viajando, explorando.
Las carreteras plagadas de vehículos en movimiento. Recuerdo todo eso y me
vienen la memoria las voces de los compañeros que ahora solo aparecen en
pantallas. Imágenes difusas. La soledad de la noche me invade y en la tiniebla
descubro esas voces. Las voces de mi infancia. Las voces del olvido. Las voces
que han forjado mi voz y la de tantos otros como yo. Recuerdos de un futuro
cercano, que puedo tocar con los dedos de los pies mientras me desplazo
inquieto de una punta a otra de la cama.
Ahora que puedo detenerme y sentir la verdadera dimensión
de lo que he hecho: la ruptura del espacio tiempo. La liquidación de la
esperanza en un mañana mejor o la ruptura de la noción de que el futuro existe,
de que llegará. Recuerdo todo aquello por lo que luché y que en algún momento
tuvo sentido en mi vida. La casa de mi abuela con las vitrinas plagadas de objetos.
La voz de mi hermano en la siesta oscura. La habitación de mis padres. El
placar de mi madre en el que se guardan los perfumes. La ventana a la calle, la persiana baja. Recuerdo los fragmentos
atados desde una escalera que desciende al infierno y vuelve a subir. Recuerdo
todo como si fuera hoy. Un todo fragmentado que estalla en mil pedazos y se
recompone en una pieza literaria, musical, única.
Como todos, como cualquiera, como mis hijos, he sido despojado
de mi infancia. Mi capacidad para adaptarme ha sido infinita. Pero ese niño que
habita en mí ha sobrevivido. Con sus miedos y sus heridas, aquí está. En esta noche de espanto y maravilla vital.
Frente al mar que besa la costa sonora. En el atardecer de luna que asoma, en
la mañana tibia de agua helada. En el color de las letras que teclean y se
sumen en el olvido otra vez, para amanecer desde la tiniebla, enhebrarse y
contar la historia. No mi historia, ni la de tantos otros que pudieron extender
y regalarme su voz. No la historia de los otros, ni la que se dibuja con tinta
fresca en la arena que todo lo borra, lo
carcome y lo pudre. Ni una palabra emitida al viento desde el olvido. Todos son
recuerdos. Todo es carne fresca, carne picada o hecha un ovillo en la noche de otoño.
Porque ya no se escuchan los orgasmos en el piso de arriba. Ni se deja latir el
calor de las nubes en el aire viciado de sol. Ya no. Ahora estamos latiendo
solos en esta oscuridad mi hijo y yo. Mi hijo, yo y estas teclas que enhebran
un sentido en la memoria vacía .
Entonces, desde la nada y justo al frente mío, aparece.
Es una montaña de dolor agazapado en ese rostro que no olvida, que no perdona,
que no sabe expresar su destino. Un rostro que pronto se desdibujará en la
tierra, carcomido por gusanos y vaya a saber que otra plaga. Pero que hoy sigue
siendo hermoso. Mis ojos como dos lámparas encendidas, reflejadas en un cuadro
inclinado con un hombre sentado frente a dos damas. Mis ojos que dicen no, o
que simplemente leen a Joyce frente al mar. Mis ojos son la vida de ese rostro.
Y el olvido me carcome la esperanza. Y el futuro desaparece en la ruptura del
espacio tiempo.
Y vuelvo a nacer en el espejo. El espejo que está delante
de mí y me muestra tal cual soy: olvido, memoria, ternura y dolor en este
patrimonio que dibujo en la noche. Mi patrimonio. Lo comparto y lo abro al
sentido hilvanando letras. Y luego desaparezco en el espejo fue refleja las dos
damas. La primera mujer que amé. La última que penetré.
Floto en el
espacio a 60.000 km por segundo rotando sobre mi eje, fluyendo como un
compuesto a punto de extinguirse y a la vez brotando. Ese soy yo, me digo, mientras
me contemplo fascinado al espejo y veo como desaparece el pasado, el futuro, la
dimensión espacio tiempo. Queda la imagen vacía de lo que fui o lo que podría
haber sido.
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