Transilvania


La primera que se dio cuenta  fue la gata. La miraba sentada en el escritorio, sobre los papeles desordenados, en el ruido del ordenador con el ventilador roto. La miraba fijo,  indagando  con una mirada hostil si realmente era ella. La dueña del hotel de la esquina la había recomendado, pero su marido, había negado categórico y en silencio desde atrás del mostrador. Sentí como si hubiera sido el viejo Hotel Costa Brava de Bolaño y estuviésemos hablando del  Quemado.  Luego estaba el  brazo roto que no se supo nunca si era real o ficticio. La puntualidad germánica y  la voz de trueno eran otros dos síntomas de algo inquietante que se quedaba ahí, anclado entre el living y la heladera, a punto de estallar.

La mujer de la limpieza era menuda pero tenía mucho que decir cuando llegaba: Este es el líquido que hay que comprar para el baño, falta el compuesto para el horno, hace semanas que no limpia el bidet, como se hace para fregar con esas maletas bajo las camas. Hay demasiada ropa en el armario, en esta casa hacen falta sábanas nuevas. A medida que pasaban las semanas no había respuesta a sus demandas ni de mi parte ni de parte del universo de polvo acumulado.

Creta está en el patio. La ropa se ha mojado. Cuando termina de descolgar el cubrecama la mujer me mira con esa agresividad que la caracteriza. “Va a llover otra vez” sentencia. Me obliga a llevarla a su casa en Figueres. Atravesamos la ruta por la que se observa el Pirineo al fondo, la bahía de Roses en el horizonte y los campos arados. Por las ventanillas bajas entra el olor a mierda del abono. Los  girasoles hace rato han fenecido al otoño, a pesar de que es pleno verano. Creta se retuerce en el asiento del Seat para echar una cabezada. Ha llegado a las 11 y no ha parado de limpiar. Está cansada y me lo cuenta entre sueños.

Lo otro me lo cuenta naturalmente, como si yo no escuchara. Las líneas de la ruta transcurren, inhumanas. Los Pirineos se acercan como si estuviésemos flotando.
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- - Llama, llama con tu móvil.- me dice -  Ya verás que es cierto lo que digo. No hay forma de volver atrás. En Transilvania sufrí la transformación. Mi hermano murió asesinado por el marido de mi madre. Ella es tan cobarde que lo acusó frente al juez. Le dieron una  paliza. No le importó a ella, a mi madre, acusarlo. Mi ex marido está preso, que se pudra en la cárcel por secuestro de menores. Mi hijo ha pasado por cosas que no se le pueden contar a una persona normal. Estoy también estoy ahí con mi hermano en ese cementerio italiano de Pádova. Estoy en los tres sitios a la vez. Llama y verás que es cierto.  

     No le estoy prestando atención. Entre los reclamos por las sábanas de los clientes y el líquido para baños que tengo que comprar antes de las cuatro cuando entran los próximos inquilinos quedan solo dos horas.  Cuando regrese de Figueres tengo que organizar la vivienda para los turistas que vendrán a quedarse tres días.  Eso supone por lo menos un cambio de sábanas, una limpieza completa de baño y un repaso de la cocina. Miro a Creta. Lo dice de nuevo con una  voz que no es de ella. Ese timbre es masculino o tal vez muy antiguo. Su rostro es el de un conde rumano o el de un ser perverso de un bosque on un lago lejano.
       
  Frente al  ITV de Vilamalla me lo extiende, al teléfono móvil. Le miro las manos quemadas de detergente y de amianto por última vez antes de frenar. Paro en el cruce, frente a la gasolinera y el polígono industrial. Le hago caso y llamo.  Suena el teléfono en mi casa y alguien atiende, en silencio. El maullido de la gata, desde atrás, delata que parece estar sufriendo o pidiendo algo que no puedo darle. En primer plano está la voz. Esta  misma voz que me habla en el auto, a mi lado.
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-   - Estoy aquí y estoy allá te das cuenta.
El coche está detenido y cerrado en ese tramo donde se distingue el puticlub. Ella se ríe con ese vozarrón esotérico. Se venga de todas las ollas sucias que ha tenido que fregar en mi casa y en su vida.
-       - ¿Te das cuenta? - Repite al mismo tiempo aquí y en casa. La veo terminar de transformarse sin que pueda poner el pie sobre el acelerador. 

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