Comunidad de vecinos


Cuando Murne llegó a Riells pensó que todo sería diferente. Recién divorciado, había conseguido ese apartamento a buen precio.
Murne estaba convencido de las bondades de ese pueblo marino que lo había recibido en su exilio y lo había liberado de las cadenas de ese otro pueblo del interior donde todo había saltado por los aires con Diana.
Su primer problema fue una discusión en el patio trasero del edificio, por una plaza de aparcamiento que teóricamente no le correspondía.. Una semana más tarde llegaron los ocho gatos que invadieron la piscina y el jardín. Murne los adoptó, según la comunidad, porque les daba de comer cada día. En dos semanas se sucedieron la discusión con la vecina del octavo por una garrafa en el pasillo, la pelea con el administrador por la fuente de la entrada en la cual Murne depositaba la basura, el enfrentamiento con el pensionado del noveno b por el acceso al grifo común para la manguera, la pelea por el raticida que introdujeron en la cocina de Murne sin consultarle y la irrupción de la empresa fumigadora para aniquilar cucarachas en la planta C dejando el lugar inhabitable.
El condominio era un espacio que gente del interior adoptaba  como refugio costero. Una serie de matrimonios de Vic había establecido su rutina de descanso en ese bloque de estilo ibicenco, bastante descascarado,  que se mantenía en funcionamiento aceptable. Las parejas iban cada fin de semana. Luego pasaban unos días en la primera quincena de agosto. Todos tenían su plaza de aparcamiento reservado. Los departamentos eran contiguos. Por la noche se sentaban a cenar y a conversar entre ellos. Ese era el núcleo duro de la comunidad. Eran los que tomaban decisiones con los administradores. Murne sospechó que de ellos llegó la primera amenaza racista, de marcado tono antisemita, conminándolo a dejar el sitio en 48 horas. “En nuestra comunidad no se admiten perros, gatos, niños, moros, negros, gitanos o judíos. Sobre todo estos últimos generan conflictos excesivos, ruidos molestos y suelen ser irrespetuosos con los vecinos”. Así concluía la nota anónima,  por lo demás correcta.  
Murne pretendía usar ese espacio como retiro digno, pero a la vez como lugar para descansar  con su hija, mientras se calmaba la pelea con su ex.La idea era  viajar, enterarse de oportunidades de huida en barco, en vuelos low cost o en su destartalado Seat del 68. Quería escaparse de vez en cuando al interior, a Francia, a Brasil o a algún país sudamericano. Hasta tenía la fantasía de conseguirse una novia y pasarse las tardes en la piscina fumando habanos y tomando martinis.
Fueron vanos los esfuerzos de la empresa fumigadora y del matrimonio divorciado que le había alquilado el lugar para ayudarle a evitar el caos. El microondas despedía electricidad, la bombona de gas jamás funcionó y hubo que cambiar la heladera porque los alimentos se descomponían. Las cucarachas lo invadían todo por la noche y se le metían en la oreja desde los armarios que se caían a pedazos. Todo se agravó cuando se descompuso el Seat. No lo pudo arreglar, porque ese mismo día se quedó sin trabajo. Los de la policía municipal empezaron a citarlo diario por una serie de denuncias anónimas. Cuando la comunidad se reunió para emitir un veredicto, Murne estaba en primer lugar en el orden del día. Los administradores ratificaron la decisión de expulsarlo.
Entonces se desencadenó aquello de las cartas documento conminándolo a abandonar el sitio y lo del acoso policial a su hija Stacey. A esto se sumó una  detención por una prueba de alcoholemia positiva en el cruce de la entrada del pueblo, una acusación de hurto en el supermercado y la visita sorpresiva de Octavio.
Octavio, el viejo, llegó cuando Murne había decidido prescindir de los electrodomésticos que no funcionaban. Murne lo apreciaba, al viejo, que se había cruzado el océano para quedarse con él unos días.
Murne había tirado el microondas y la nevera a  la piscina. Había tapado con maderas todas las ventanas. Usó el mueble del aparador para obstruir la entrada, por si alguien quería forzar la cerradura. Leía con una vela comprada en los chinos. Por suerte había trasladado su biblioteca con todos sus libros, así que lectura no le iba a faltar.
-¿Qué pensás comer esta semana? -[E2] le preguntó Octavio mientras desclavaba las tablas de la puerta.
-Mierda -le respondió Murne.
El viejo le hizo el favor de volver a clavar las maderas en la ventana antes de largarse. Murne se sentó en el living a leer unos cuentos de Tolstoi que había escogido para empezar.  






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