Mar rojo
Orwell baja
en la estación de Cantamorts en el tren de las 9. La misión asignada al agente
Orwell por Proctel , Billingham & Gamble International es convencer al
conde de que remate ese edificio lleno de arte e historia. Su valor no puede
ser mayor al de una subasta. La orden del banco Berninghorst es terminante, no
puede volver Orwell sin ese documento firmado y sellado.
El castillo
permanece cerrado hasta las 10 de la mañana. Orwell pasea por el pueblo un
rato, sin tiempo para detenerse a tomar una caña en el Tío Pepe. Porque hay
unos diez minutos andando hasta el castillo.
“ El fín del
mundo está cerca" pronostica el conde y le ofrece con un gesto un trago de un
brandy espeso y amargo. El conde está de espaldas a Orwell, frente al hogar apagado. Mira con displicencia
un cuadro azul. “ Es de un pintor amigo, me lo regaló hace tiempo. Fíjese que
el azul refleja el estado actual de cosas. Este desastre inminente . No hay esperanza Sr…Orwell me dijo que se llamaba…conocí un Orwell
que escribía. Un tal George Orwell. Escribió algo de una Granja. Era amigo mío…Orwell,
también vivió por aquí un tiempo. En Cantamorts o en algún pueblo cerca de este
castillo, no lo recuerdo bien…”
“ Volviendo
al tema del precio de venta Señor Orsuns, podremos pactarlo en dos millones
novecientos y organizar un convenio de cesión de las obras entre hoy y mañana?”.
El conde se dignó a mirarlo por segunda vez. Orwell sintió el frío resplandor
en unos ojos que saltaban del cuadro a él, como jugando con una carta marcada.
“ Si no tiene
inconveniente, me gustaría partir mañana al mediodía” dice Orwell y espera una reacción del conde, que sigue de espaldas, inmerso en el cuadro azul. El silencio acaba
cuando irrumpe la mujer de negro, portando una bandeja con dos vasos
colmados de Brandy. “ ¿Otro brandy? “ pregunta la mujer y deja
la bandeja sobre la mesa, delante de un sillón en el que un perro gran danés,
con una mirada entre aburrida y espiritual, observa como su amo se desplaza hasta la
otra punta de la habitación para tomar otro cuadro, rojo. “ Fíjese como este
rojo lo impregna todo. El fuego del infierno que nos espera tras este
apocalipsis. No hay salida individual. Estamos todos en este
mar rojo, ¿lo entiende?” Orwell guarda un silencio respetuoso. No entiende nada
de arte. Piensa que es mejor ir a la pensión del Tío Pepe, en Cantamorts. Que
estará más seguro allí, a salvo del apocalipsis del Conde y de la mirada canina
del Gran Danés. Tal vez por la noche el perro se transforma en una especie de
monstruo azul o rojo. También a salvo de esa mujer tímida, que quien sabe cuántas
cosas esconde bajo ese escote tenue y esa postura sumisa. “ Lo acompaño a su
habitación” indica el conde con firmeza. Orwell lo sigue, sin atreverse a que
su operación pueda caer en un vacío sin remedio si huye a Cantamorts.
“ La
habitación es bonita “ alcanza a decirle a la mujer de negro, que no lo mira
antes de cerrar la puerta. Orwell observa por la ventana el paisaje de girasoles y pinos.
No sabe que hará, si saldrá a tomar un te por ahí o a pasear por los jardines. No sabe si
largarse directamente. Teme que el conde no le abra nuevamente la puerta si
desprecia su invitación. El teléfono de la habitación suena. Orwell lo
descuelga y la voz tenue del conde le indica el horario de la cena, como una
cita ineludible. “ Cenamos temprano, a las 19 hs, luego solemos jugar Bridge
hasta el amanecer” le indica. Orwell alcanza a decir gracias y se abre un
silencio espeso, solo interrumpido por los ladridos del gran danés, que parece
estar husmeando su puerta y pasa de largo.
El conde
vuelve a mostrarle el cuadro azul. Están sentados frente a la mesa de cartas,
en la habitación contigua al comedor, donde han cenado un jabalí cazado por el
mismo conde. La mujer lo ha servido en silencio. Orwell cree que ha avanzado
algo en la consecución de su objetivo, pero no hay nada detrás del mazo de
cartas. Solo la mirada lánguida y risueña del conde que aclara: “ Son tres
millones seiscientos y si no hay acuerdo puede decirle al banco que no
envíe más patanes”. Esta última frase Orwell no sabe si la oyó o no. En
realidad es lo último que escucha, detrás del brandy. Los
cinco sentidos del Orwell están embotados. Piensa en ir a dormir pero ya
amanece. Eso parece por la luz que atraviesa la cortina del castillo, por una la luz
reflejada en los girasoles, acompañada de un tenue olor a estiércol. Orwell ve
desaparecer la figura del gran danés en la cocina, la mirada tenue de la mujer
que se acerca. Ve como se va perdiendo n el azul del cuadro y como el azul se torna
rojo. Tan rojo que pareciera que el infinito se adentra en el castillo a través del amanecer.
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