La visión del tejado
Lo último que compartieron los
Siete Locos fue el atardecer de verano en Cantamorts. Los girasoles, en el
tramo de Fonollera, había sido atentos testigos de su paso hacia el pueblo
donde llegaron, inevitables y solos. En Fonollera, el pueblo fantasma con la
estación laberinto, quedaron dos locos.
Los otros cuatro, incluyendo
al Controlador de Pasaportes, que no entiende por que lo incluyeron de esa
manera, seguían en el Tío Pepe, junto a
Anatola y el italiano, esperando el próximo tren que conecte con el 60. No para
tomarlo, sino solo para verlo pasar, para ver si algún recuerdo o quizás los
dos locos perdidos o alguien más se bajaba en Cantamorts a compartir ese
destino.
“ No habrá más penas ni olvido” sentenció Sívori y lo que
quedaba de los siete locos entonó la última canción. Una canción que intentó
poner cada cosa en su lugar. Que pareció regresar al punto de partida, pero no,
que se quedó anclada aquí mismo, en Cantamorts.
Desde entonces, suele
verse en los tejados de Cantamorts la silueta azul de un violinista. El
maullido agudo de cuatro gatos buscando solución a sus instintos se mezcla con
las notas tangueras de este violín azul. El violinista, pintado alguna vez por
Birdman, ha sido esencial en el planteo de un sentido construido sobre el vacío
y sobre el silencio.
Estos sonidos bien podrían
anunciar el regreso al único lugar posible, al menos para los siete locos: el
60, que los lleva y los trae sin remedio en un viaje que parece abrirse hacia
el horizonte habitando tanto el silencio como la palabra compartida.
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