La peor semana






Rouco amanece con la espada en el pecho. Esta ha sido la primera semana de desastre.  Cuantas quedan no se sabe. Desde hace tiempo que Rouco está sumergido en el peor año de su vida. Desde que llegó a Cantamorts que no sale a pasear el perro, que lo mira entre embelesado y ausente. La primavera despunta y los campos alrededor se tiñen de amapolas. Hay tanto amarillo y rojo y verde en el campo detrás de las vías que Rouco siente la inmensidad de la vida como una contradicción en su alma lastimada.
Como llegó a Cantamorts, a la posada del Tío Pepe, a contemplar la vía, las amapolas y la oscuridad de su propio fenecer, es un misterio hasta para él mismo. Su decadencia empezó en un sucio hangar de la Estación del Norte, en las afueras de París, intentando conciliar todo con todo, con su móvil apagado, en una cabina expuesta a la lluvia, a la entrada del metro. 


Hablaba con Rochelle, la dama blanca que lo había seducido en el metro. Una perversa incontrolable que lo había arrancado de su nido y le había mentido hasta el hartazgo. No se llamaba Rochelle, ni era francesa. Era belga. Esbelta como un álamo, suave como la brisa de otoño, intensa como una cereza de fuego. Así la había conocido. La había perseguido por el Boulevard dels Allemans, se había encaramado con ella en la Rue des Angres, se había subido con ella en el funicular de Montparnasse y había llegado a Montmartre para seducirla mirando una pintura abstracta de un pintor mediocre que intentaba sobrevivir en la plaza.
El tren lo había traído hasta aquí, de vuelta a su casa. Rochelle, que no era Rochelle sino Agnés, había quedado ahí, varada en el metro, en el hotel de Montmartre donde habían pasado la noche. Y su cuerpo, varado entre dos mundos, no pudo regresar al hogar de sus hijos. Al regazo de la madre de los dos niños y las tres niñas. Rouco, el italiano intempestivo, lo había hecho otra vez. Esa infidelidad compulsiva de la que Anatola siempre se percataba. Detective de hechos inenarrables, oscura serpiente que lo hacía enredarse en sus mentiras y lo terminaba por encerrar hasta que moría asfixiado por su propia culpa. Anatola no le perdonaba ni esta ni todas las anteriores. Ella que era fiel hasta el paroxismo. Cuando regresaba, después de sus viajes de negocios, este viaje a París había sido uno de ellos, se refugiaba en ella a contarle detalles de lo que nunca había sucedido. Entonces Anatola preguntaba y preguntaba hasta que se callaba y lo miraba fijo con una mirada verde como el campo de amapolas. Rouco también callaba y contaba la verdad. En ese masoquismo vivieron años, hasta que Anatola decidió otra cosa. Algo que terminó en esta sucia pensión, la del tío Pepe. Anoche se suicidó alguien allí, Rouco siente que es el siguiente apasionado que terminará allí sus días.
Solo, cansado, enciende el televisor y observa impávido el noticiero de las once. Es el peor año de su vida. Y recién comienza. En esta semana ha habido tres hechos que confirman esta verdad inalienable. El primero ha sido la muerte del hermano de su perro, Bavington, por una extraña enfermedad intestinal. El segundo ha sido la visión del padre de Renata, la compañerita de los niños del cole, en el piso que se ha alquilado Anatola frente a la estación. Y el tercero es este: el noticiero de la noche hablando de una extraña muerte en París. Alguien que ha sido involucrado en un hecho oscuro y que responde al nombre de Rochelle, que padece una enfermedad terminal e incurable y que ha muerto. Su forma de asesinar gente ha sido extraña y deliberada, los ha maniatado para que no usaran preservativo. Ha ocultado su identidad y les ha transmitido una enfermedad sexual terminal y mortal. La foto en el noticiero es inconfundible: es ella. Y la espera de Rouco, el hecho de que este sea el peor año de Rouco merece un añadido fatal: no solo es el peor año de Rouco, también es el último.


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