La leyenda de Hamerstin






El pequeño condado de Yorkshire amaneció aletargado, como cada madrugada. Flower batió los huevos amarillos a la hora de siempre. La niebla cubría las setas, un poco más allá del jardín que se extendía como un campo de golf hasta el límite del bosque. En Hamerstin habitaban animales extraños, se decía que era un espacio encantado. Una topadora se había llevado parte de esa leyenda y se había comenzado la construcción de un complejo comercial llamado Yorkshire Forrests. Pero la creencia en los seres extraños era tan fuerte que se sobreponía al cemento. Flower batía los huevos y miraba por la ventana. La bruma se llevaba la madrugada, se posaba sobre el césped y se asentaba mientras al mismo tiempo se desvanecía. Otras madrugadas eran peores, porque llovía en Yorkshire y entonces no se veía nada por la ventana. Siempre le pasaba lo mismo a esa hora, mientras observaba la silueta de los árboles le inundaba la sensación de que debía asistir a algún tipo de ceremonia allí, que debía dejarlo todo y encontrarse con algo que había perdido. El tiempo apremiaba, como cada mañana su atención volvía sobre la hora. Ya eran las 8 y no lograba culminar sus obligaciones. Aún le faltaba llamar a su marido y a los niños, servir los huevos, el café, el tocino, llevar a los cinco a sus colegios en Weston Huntingnare, dejar a su marido en la gasolinera y regresar a preparar la comida, hacer las camas y dejar todo a punto para las tres, horario en que había que buscar a todo el mundo. Eso tenía que suceder antes de las 9.

Las últimas horas del día anterior habían sido oscuras. Brightwater, su marido, le había increpado antes de dormirse con un primer ronquido a hacer las tareas pendientes respecto del sermón del domingo. Algo más que se agregaba a su lista interminable de obigaciones antes de las tres de la tarde. Les tocaba preparar un sermón para los fieles que se agolparían dentro del los muros de la pequeña capilla de Yasdale.
- El reverendo y el alcalde seguro que han pensado que es la manera de purgar nuestros pecados, Flower y debemos hacerlo, mañana al regresar del trabajo lo miraremos y lo terminaremos de adornar.

El bosque atraía más que nunca a Flower. Contemplaba como clareaban las siluetas en el amanecer. Esperando a sus hijos con la yema de huevo a punto, Flower sentía que cada día era igual al anterior, sin que hubiera interrupción alguna. Como si esa madrugada se proyectara en las madrugadas que quedaban para cumplir la semana y en las que ya habían pasado.

La noche anterior el profesor Haselblat se había presentado de improviso en su hogar, después de cenar. Afortunadamente los niños ya dormían cuando Flower y Brightwater atendieron al invitado con te de infusiones orientales. El mismo que habían bebido en su viaje de bodas en la lejana Singapore. El mismo que Brightwater había probado por primera vez en el hogar natal de Flower en los mares del Sur.
- El alcalde Mannings y el reverendo Flich han venido a mi despacho esta mañana. Me han encomendado investigar y recolectar pruebas en un engorroso asunto, lamento molestarlos en un horario tan inconveniente. El delgado profesor movía una mejilla hacia arriba en un gesto involuntario. Sus pequeños ojos azules seguían teniendo un destello lúcido, tal vez un último brillo antes de que la terrible enfermedad que paralizaba parte de su rostro se lo llevara. Su escaso cabello blanco parecía un doble canal para detener el agua que podía caer sobre su extensa calva en las interminables lluvias de Yorkshire. Tomó asiento sobre los cojines comprados en Tailandia en el living de la pequeña vivienda del matrimonio. Los niños dormían en el piso de arriba. Les dijo:
- El ser virtual está aquí. - Su mejilla se desfiguró en algo que parecía una sonrisa maléfica, pero era un simple efecto de parálisis. Brightwater miró a Flower como si ella fuera la culpable del asunto. Interrumpido en su rutina, sentía una invasión brutal. Brightwater era un animal de costumbres, más que el hecho de que lo acusaran de una manera tan directa, le molestaba no poder lavar el auto el domingo, no poder mirar el partido del Hammerson Town Lakers y tomarse una cerveza Crummings antes de descansar. Brightwater trabajaba de sol a sol en la gasolinera y sentía que se lo merecía.
- He venido hasta aquí, a esta hora, porque muchos dicen que el secreto está en las recetas de Flower. Ella fue quien agasajó la reunión del sábado. Hubo cincuenta personas que probaron sus platos. Una resultó envenenada.
Flower y Brightwater volvieron a mirarse al unísono. No podía ser que eso les estuviera sucediendo. Que los hicieran culpables de la maldad del pueblo, que a ellos, los que siempre habían apostado por la integración de los ciudadanos del tercer mundo a su comunidad, los que habían apoyado las causas justas, los que habían traído al maestro Muchumuchu para que hiciera de profesor de Karate y Tae Kwondo, estuvieran viviendo semejante agresión.
- Estamos horrorizados profesor, supongo que nos pasa lo mismo que al resto de la comunidad- dijo Brightwater con una voz de ultratumba. Lo dijo como si la muerte se hubiera apersonado en su domicilio y se lo quisiera llevar.
- Tengo las pruebas de laboratorio. El difunto presenta cicatrices en el esófago, como si la entraña de lobo que cocinó Flower el sábado hubiera contenido algún resto…humano- continuó el profesor sin ningún gesto en el medio, de corrido.
- Eso es una burda mentira- espetó Flower, - quiero ver esas pruebas.
- Las tendrá, Miss Flower, las tendrá- dijo el profesor incorporándose y dirigiéndose a la entrada, donde se colocó el sombrero negro y su sobretodo de prisa.

El brusco fin de la conversación que culminó con un parco adiós del profesor Haselblat dejó a ambos preguntándose por el sentido de las cosas. Ahora estaban allí, acusados por el pueblo de haber engendrado un monstruo y pronto eso llevaría a que sucediera lo inimaginable. Tal vez sus cinco hijos en un orfanato, Brightwater preso y Flower purgando una condena en una cárcel de mujeres. O algo peor. Discutieron hasta bien entrada la madrugada y al final llegaron a la conclusión de que la mejor manera de enfrentarlo era escribir un sermón el domingo y hacer un descargo público. Hablarían de la enfermedad social, de lo absurdo de construir un complejo comercial en una reserva endeble como la del bosque Hamerstin. Invitarían al profesor de karate a subir al estrado y a los padres amigos de las escuelas de Weston Huntingnare, a cantar una canción dominical que habrían preparado con esmero. Montarían un karaoke en la pequeña capilla e intentarían generar una participación espontánea, que ahogara toda sospecha.

Al mediodía se le presentó a Brightwater el ser virtual en la gasolinera.
-Tira la moneda- le dijo. Puso una moneda de un cuarto de libra sobre el escritorio --¿A que nunca te han hecho tirar una moneda para conocer tu destino? le preguntó. Brightwater no supo que decir ni que hacer.
-¿No sabes que hacer ni que decir? le preguntó el ser virtual. Pues tira la moneda porque si no, no podrás elegir.
Entonces Brightwater miró la moneda, miró al ser virtual y quizo abrir el cajón donde guardaba la Smith calibre 45. Pero cuando lo hacía el ser virtual le puso una bala de plomo sobre la oreja izquierda y Brightwater solo recordó algo blanco en un último suspiro.

Flower estaba contemplando el bosque mientras esto sucedía. Estaba frente a una hoja en blanco, tratando de escribir el sermón, tratando de defenderse del ataque, intentando recapacitar acerca de lo que tenía que decir o hacer para salvarse de esa turba enfurecida. Pero ya había cejado en el intento de escribir algo. Ahora solo miraba para afuera y se incorporaba lentamente, atravesaba la puerta, salía en dirección al bosque. Justo en el acceso, donde terminaba el verde del jardín y a veces pastaban unos ciervos, empezaban los trabajos de construcción. Flower los esquivó. Llevaba una falda liviana, que mostraba su exhuberancia. Flower era morena, provenía de algún rincón del remoto Sur, su cuerpo se extendía frente a Brightwater con frenesí. Otros la habían poseído, nadie le había podido robar lo indómito, lo fresco, lo intenso a esa piel. Ahora que había atravesado las grúas y las palas mecánicas se encontraba frente a una naturaleza pura. El ser virtual tal vez anidaba en una cueva oscura detrás del monte Swain. Sus amigos le podrían haber hecho desaparecer, ahora la rodeaban. Flower avanzaba por el bosque dejando a los niños sin recoger, dejando que la ley se encargue de ellos, que otra ley se apodere de ella y sus más recónditos deseos.

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