Las ciudades y los muros



Nos hemos propuesto seriamente volver el tiempo atrás. Queremos recuperar una ciudad perdida. Una ciudad sumergida. Una ciudad invisible. Para hacerlo, hemos tenido que tomar decisiones drásticas. La primera ha sido anular el presente. Nos ha costado, pero ahora solo vivimos de recuerdos. De imágenes, de percepciones sensoriales y racionales acerca de cosas que han pasado y que nos han hecho daño, nos han mejorado la vida o simplemente nos han dado un sentido de pertenencia. Somos gente sin presente, solo vivimos en esos recuerdos que recreamos permanentemente. El segundo paso ha sido abolir el futuro. Hemos decidido que no vale la pena molestarse por construir una historia nueva, que con la historia pasada basta. Entonces les hemos reunido a todos los niños de la ciudad en un bar, a los pocos que quedan. Y les hemos dicho: pueden quedarse siendo niños, no hay que molestarse en crecer.
Una vez definida esta estrategia, nos hemos visto capacitados para describir la ciudad en la que vivimos: es una ciudad amurallada, la gente se dedica todo el día a preparar la comida, existen distintas clases de pescadores y de agricultores. Y existen unos señores que detentan el poder a quienes no se les cuestiona nada. Y sobre todo, no hay nada que explicar. Es muy simple, todo está escrito en un libro sagrado, hay unos señores que a ese libro lo interpretan y lo explican y no hay más que seguir su consejo para ser feliz. La arquitectura y el entorno reflejan este estado de cosas. El mar es aún bello, la arena es extensa, la playa está tan virgen que los seres vivos que allí hay hasta pueden representar una amenaza, aún tememos las tormentas y los cielos cargados. Aún nos recreamos en un azul infinito, literalmente infinito. La mujeres cosen al rescoldo en las cocinas enormes, que son el centro de la vida. Todo se aprende en casa. Cada uno tiene su oficio. No hay nada que conecte a la gente entre sí, solo el verse por el pueblo. Nadie ha viajado tierra adentro nunca. No se sabe lo que hay detrás de las montañas. Solo hay agricultores en los alrededores, que venden sus cosas en el mercado. Solo hay pescadores que dependiendo si pescan con red, si dejan los cebos o si se sumergen, regresan a distintas horas. Y vivimos aquí, en este pasado armónico, en un orden que no se altera por nada. Ni siquiera cuando nuestro señor feudal nos manda a morir, cuando arrecian unos piratas en la costa, cuando nuestra torre fortificada tiene que conectarse con señales de humo con alguna otra torre para alertar un peligro. No importa aquí estamos. Por un momento hemos pensado que el proyecto es viable. Pero no. Lo primero que sorprende el ver el Mc Donalds a la entrada del pueblo, ver las naves, pero no las naves piratas que quieren invadir. Las naves industriales. Naves que no llevan, sin que anclan cosas que aparecen y al cabo de un tiempo desaparecen, un restaurante, un spa, una tienda de ropa. Luego sorprende ver tantas ventanas detrás de las que no vive nadie. Vemos fantasmas de los que vienen unos días al año a disfrutar de algo que desaparece: la arena, el sol. Finalmente sorprende ver a tantos niños dispuestos a tomar el futuro en sus manos. Llevando a sus padres por ahí, creciendo día a día, dándole vida a las calles y a los negocios. Vemos que hay gente diversa, hablando distintos idiomas, haciendo cosas por sobrevivir, con rituales, costumbres, maneras de ver las cosas extrañas. Entonces nos damos cuenta que es imposible. Que el futuro existe, aunque ya parezca que no hay cosas que decirse. Que la comida pierde su sabor, que no se puede aportar el fruto del trabajo. Que los agricultores pierden su cosecha. Que se terminan los peces. Que no hay más libros sagrados, sino muchos libros para escoger. Parece que la cosa no terminó cuando se derribó la muralla. Ni cuando se fue el último soldado. Parece que la cosa sigue. Y ahora hay que inventarla de nuevo, a la ciudad por mucho que duela no poder volver a ese orden primario y basal que tanto bien nos hacía. Y esa ciudad invisible tal vez está en esta ciudad

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