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Pintura:Pedro Halac


Cada vez que Sally Springfield se da cuenta de algo nuevo, sonríe con esa mirada entre escéptica y cruel que la hace irresistible. No es que su mirada sea cruel, es que estoy perdidamente enamorado de ella y no me parece bien que no sea yo el objeto de su mirada. He llegado a este pequeño pueblo en el Norte de California para quedarme unos meses junto a los acantilados. Lo primero que he hecho ha sido enamorarme de Sally. Es que solo tengo dieciocho años y nada que perder. Mis hormonas laten con tanta fuerza que ni siquiera este paisaje agreste de viñedos de Napa, árboles gigantes y acantilados junto al Pacífico, logra calmarme . Conocí a Sally en los pasillos de la escuela, me ví tentado de dejarle un papel en su casillero. ¿Para qué? Si solo soy un sucio mejicano que no tiene nada que ver con ella y su mundo de fiestas, alcohol y quien sabe que otras sustancias tóxicas y no tóxicas. Su mundo de sensuales puestas de sol en coches reventados, con novios que seguramente aprenden de ella en diez minutos más de lo que yo he aprendido en mi corta vida de nadie.
Sally me atraviesa con sus ojos enajenados, hemos sido seleccionados, ella y yo, para hacer una entrevista al alcalde del minúsculo pueblo de Fort Crusade, en el Norte de la costa. Compartimos la clase de periodismo y ahora nos toca ir en su coche por la Autopista Dos , de noche. El sr Matheson ha decidido recibirnos en su hogar. Es una entrevista acerca de su vida privada, debemos reflejar sus intereses y sus gustos, hacer un reportaje con una muy particular visión y un estilo. Y lo tenemos que hacer juntos. No porque ella haya decidido hacerlo conmigo, sino porque yo me las ingenié para meterme en su grupo y desalentar a Zianne y a Paul de ir con nosotros. Una estúpida treta que ha dado por resultado esto: estoy en un coche destartalado con ella.. Soy yo el que está aquí, el sucio mejicano, junto a Sally Springfield. Intentaré decirle que quiero que venga conmigo al baile de la promoción. Intentaré decirle algo, en fín que podríamos ir al cine esta noche luego de lo de Matheson, que podríamos quedar para pasear por los acantilados una tarde de estas.
Matheson nos recibe con su hija Mindy, íntima de Sally y con su mujer Berta. Nos han preparado una magnífica ensalada de lechuga, puerro y salpicón de aves.
-¿ Italiano o griego?- me pregunta Berta
- Mejicano- le digo- pero en realidad ella se refiere al condimento de la ensalada.
Mindy y Sally ríen, pero creo que no se ríen de mí, creo que se ríen de algo que pasó en el patio.
- Cuéntenos sus hobbys, sr Matheson- dice Sally y cruza las piernas en el sillón de la casa. Lleva una falda corta y un escote pronunciado. La ensalada y una pizca de cerveza hacen que sienta un calor fatal. Matheson hierve de recuerdos, anécdotas, historias estúpidas que no interesarán a nadie. Salvo a mí, que intentaré que Sally me invite a su casa para redactar este reportaje.
Ahora estamos regresando, las luces de los coches de frente encandilan a Sally y desplazo mi mano por su pierna.
No es el accidente lo que me altera, ni siquiera rodar por el acantilado rumbo a las piedras en las que se estampa el océano. No es verla morir conmigo, ni la increíble crueldad de su mirada y de nuestro destino. No es nada de eso. Es sospechar que la pude haber tenido si no la hubiera tocado, si solo le hubiera explicado. O tal vez si todo hubiera sido en mi idioma, si ella entendiera mejicano no estaríamos viviendo este segundo fatal.

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